miércoles, 25 de abril de 2012

Santos Vega: Arquetipo de la Tradición

El Santos Vega, quizás sea la obra de mayor trascendencia de Rafael Obligado, es un poema de significado simbólico, en el que Juan Sin Ropa representa el adelanto, el progreso, lo nuevo, frente a Santos Vega que simboliza lo tradicional. Éste último es vencido por el paso irrefrenable de la evolución de la civilización y su salvajismo, en este caso representada por el diablo.

El "Santos Vega", está dividido en cuatro cantos: El Alma del Payador, La Prenda del Payador, El Himno del Payador y La Muerte del Payador.
"Santos Vega, el payador, aquél de la larga fama, murió cantando su amor como el pájaro en la rama"  - Cantar popular -

 ***

El Alma del Payador

Cuando la tarde se inclina

sollozando al occidente,

corre una sombra doliente

sobre la pampa argentina.

Y cuando el sol ilumina

con luz brillante y serena

del ancho campo la escena,

la melancólica sombra

huye besando su alfombra

con el afán de la pena.



Cuentan los criollos del suelo

que, en tibia noche de luna,

en solitaria laguna

para la sombra su vuelo;

que allí se ensancha, y un velo

va sobre el agua formando,

mientras se goza escuchando

por singular beneficio,

el incesante bullicio

que hacen las olas rodando.



Dicen que, en noche nublada,

si su guitarra algún mozo

en el crucero del pozo

deja de intento colgada,

llega la sombra callada

y, al envolverla en su manto,

suena el preludio de un canto

entre las cuerdas dormidas,

cuerdas que vibran heridas

como por gotas de llanto.



Cuentan que en noche de aquellas

en que la Pampa se abisma

en la extensión de sí misma

sin su corona de estrellas,

sobre las lomas más bellas,

donde hay más trébol risueño,

luce una antorcha sin dueño

entre una niebla indecisa,

para que temple la brisa

las blandas alas del sueño.



Mas, si trocado el desmayo

en tempestad de su seno,

estalla el cóncavo trueno,

que es la palabra del rayo,

hiere al ombú de soslayo

rojiza sierpe de llamas,

que, calcinando sus ramas,

serpea, corre y asciende,

y en la alta copa desprende

brillante lluvia de escamas.



Cuando, en las siestas de estío,

las brillazones remedan

vastos oleajes que ruedan

sobre fantástico río,

mudo, abismado y sombrío,

baja un jinete la falda

tinta de bella esmeralda,

llega a las márgenes solas...

¡y hunde su potro en las olas,

con la guitarra a la espalda!



Si entonces cruza a lo lejos,

galopando sobre el llano

solitario, algún paisano,

viendo al otro en los reflejos

de aquel abismo de espejos,

siente indecibles quebrantos,

y, alzando en vez de sus cantos

una oración de ternura,

al persignarse murmura:

"-¡El alma del viejo Santos!"



Yo, que en la tierra he nacido

donde ese genio ha cantado,

y el pampero he respirado

que al payador ha nutrido,

beso este suelo querido

que a mis caricias se entrega,

mientras de orgullo me anega

la convicción de que es mía

¡la patria de Echeverría,

la tierra de Santos Vega!



La Prenda del Payador

El sol se oculta: inflamado

el horizonte fulgura,

y se extiende en la llanura

ligero estambre dorado.

Sopla el viento sosegado,

y del inmenso circuito

no llega al alma otro grito

ni al corazón otro arrullo,

que un monótono murmullo,

que es la voz de lo infinito.



Santos Vega cruza el llano,

alta el ala del sombrero,

levantada del pampero

al impulso soberano.

Viste poncho americano,

suelto en ondas de su cuello

y chispeando en su cabello

y en el bronce de su frente,

lo cincela el sol poniente

con el último destello.



¿Dónde va? Vese distante

de un ombú la copa erguida,

como espiando la partida

de la luz agonizante.

Bajo la sombra gigante

de aquel árbol bienhechor,

su techo, que es un primor

de reluciente totora,

alza el rancho donde mora

la prenda del payador.



Ella, en el tronco sentada,

meditabunda le espera,

y en su negra cabellera

hunde la mano rosada.

Le ve venir: su mirada,

, más que la tarde, serena,

se cierra entonces sin pena,

porque es todo su embeleso

que él la despierte de un beso

dado en su frente morena.



No bien llega, el labio amado

toca la frente querida,

y vuela un soplo de vida

por el ramaje callado...

Un ¡ay! apenas lanzado,

como susurro de palma

gira en la atmósfera en calma;

y ella, fingiéndole enojos,

alza a su dueño unos ojos

que son dos besos del alma.



Cerró la noche. Un momento

quedó la Pampa en reposo,

cuando un rasgueo armonioso

pobló de notas el viento.

Luego, en el dulce instrumento

vibró una endecha de amor,

y, en el hombro del cantor,

llena de amante tristeza,

ella dobló la cabeza

para escucharlo mejor.



"Yo soy la nube lejana

(Vega en su canto decía)

que con la noche sombría

huye al venir la mañana;

soy la luz que en tu ventana

filtra en manojos la luna;

la que de niña, en la cuna,

abrió tus ojos risueños;

la que dibuja tus sueños

en la desierta laguna.



"Yo soy la música vaga

que en los confines se escucha,

esa armonía que lucha

con el silencio, y se apaga;

el aire tibio que halaga

con su incesante volar,

que del ombú, vacilar

hace la copa bizarra;

¡y la doliente guitarra

que suele hacerte llorar!"...



Leve rumor de un gemido,

de una caricia llorosa,

hendió la sombra medrosa,

crujió en el árbol dormido.

Después, el ronco estallido

de rotas cuerdas se oyó;

un remolino pasó

batiendo el rancho cercano;

y en el circuito del llano

todo en silencio quedó.



Luego, inflamando el vacío,

se levantó la alborada,

con esa blanca mirada

que hace chispear el rocío.

Y cuando el sol en el río

vertió su lumbre primera,

se vio una sombra ligera

en occidente ocultarse,

y el alto ombú balancearse

sobre una antigua tapera.



El Himno del Payador

En pos del alba azulada,

ya por los campos rutila

del sol la grande, tranquila

y victoriosa mirada.

Sobre la curva lomada

que asalta el cardo bravío,

y allá en el bajo sombrío

donde el arroyo serpea,

de cada hierba gotea

la viva luz del rocío.



De los opuestos confines

de la Pampa, uno tras otro,

sobre el indómito potro

que vuelca y bate las crines,

abandonando fortines,

estancias, rancho, mujer,

vienen mil gauchos a ver

si en otro pago distante,

hay quien se ponga delante

cuando se grita: -¡A vencer!



Sobre el inmenso escenario

vanse formando en dos alas,

y el sol reluce en las galas

de cada bando contrario;

puéblase el aire del vario

rumor que en torno desata

la brillante cabalgata

que hace sonar, de luz llenas,

las espuelas nazarenas

y las virolas de plata.



De entre ellos el más anciano

divide el campo después,

señalando de través

larga huella por el llano;

y alzando luego en su mano

una pelota de cuero

con dos manijas, certero

la arroja al aire, gritando:

"-¡Vuela el pato !... ¡Va buscando

un valiente verdadero!"



Y cada bando a correr

suelta el potro vigoroso,

y aquel sale victorioso

que logra asirlo al caer.

Puesto el que supo vencer

en medio, la turba calla,

y a ambos lados de la valla

de nuevo parten el llano,

esperando del anciano

la alta señal de batalla.



Dala al fin. Hondo clamor

ronco truena en el circuito,

y el caballo salta al grito

de su impávido señor;

y vencido y vencedor,

del noble triunfo sedientos,

se atropellan turbulentos

en largas filas cerradas,

cual dos olas encrespadas

que azotan contrarios vientos.



Alza en alto la presea

su feliz conquistador,

y su bando en derredor

le defiende y clamorea.

Uno y otro aguijonea

el ágil bruto, y chocando

entre sí, corren dejando

por los inciertos caminos,

polvorosos remolinos

sobre las pampas rodando.



Vuela el símbolo del juego

por el campo arrebatado,

de los unos conquistado,

de los otros presa luego;

vense, entre hálitos de fuego,

varios jinetes rodar,

otros súbito avanzar

pisoteando los caídos;

y en el aire sacudidos,

rojos ponchos ondear.



Huyen en tanto, azoradas,

de las lagunas vecinas,

como vivientes neblinas,

estrepitosas bandadas;

las grandes plumas cansadas,

tiende el chajá corpulento;

y con veloz movimiento

y con silbido de balas,

bate el carancho las alas

hiriendo a hachazos el viento.



Con fuerte brazo les quita

robusto joven la prenda,

y tendido, a toda rienda:

"-¡Yo solo me basto!" grita.

En pos de él se precipita,

y tierra y cielos asorda,

lanzada a escape la horda

tras el audaz desafío,

con la pujanza de un río

que anchuroso se desborda.



Y allá van, todos unidos,

y él los azuza y provoca

golpeándose la boca,

con salvajes alaridos.

Danle caza, y confundidos,

todos el cuerpo inclinado

sobre el arzón del recado,

temen que el triunfo les roben,

cuando, volviéndose, el joven

echa al tropel su tostado...



El sol ya la hermosa frente

abatía, y silencioso,

su abanico luminoso

desplegaba en occidente,

cuando un grito de repente

llenó el campo, y al clamor

cesó la lucha, en honor

de un solo nombre bendito,

que aquel grito era este grito:

"¡Santos Vega, el payador!"



Mudos ante él se volvieron,

y, ya la rienda sujeta,

en derredor del poeta

un vasto círculo hicieron.

Todos el alma pusieron

en los atentos oídos,

porque los labios queridos

de Santos Vega cantaban

y en su guitarra zumbaban

estos vibrantes sonidos:



"-¡Los que tengan corazón,

los que el alma libre tengan,

los valientes, ésos vengan

a escuchar esta canción!

Nuestro dueño es la nación

que en el mar vence la ola,

que en los montes reina sola,

que en los campos nos domina,

y que en la tierra argentina

clavó la enseña española.



"Hoy mi guitarra, en los llanos,

cuerda por cuerda, así vibre:

¡hasta el chimango es más libre

en nuestra tierra, paisanos!

Mujeres, niños, ancianos,

el rancho aquel que primero

llenó con sólo un ¡te quiero!

la dulce prenda querida,

¡todo!... ¡el amor y la vida,

todo es de un monarca extranjero!



"Ya Buenos Aires, que encierra,

como las nubes, el rayo,

el Veinticinco de Mayo

clamó de súbito: "¡Guerra!"

¡Hijos del llano y la sierra,

pueblo argentino! ¿Qué haremos?

¿Menos valientes seremos

que los que libres se aclaman?

¡De Buenos Aires nos llaman,

a Buenos Aires volemos!



"¡Ah!, ¡Si es mi voz impotente

para arrojar, con vosotros,

nuestra lanza y nuestros potros

por el vasto continente;

si jamás independiente

veo el suelo en que he cantado,

no me entierren en sagrado

donde una cruz me recuerde:

entiérrenme en campo verde,

donde me pise el ganado!"



Cuando cesó esta armonía,

que los conmueve y asombra,

era ya Vega una sombra

que allá en la noche se hundía...

¡Patria! a sus almas decía

el cielo, de astros cubierto,

¡Patria! el sonoro concierto

de las lagunas de plata,

¡Patria! la trémula mata

del pajonal del desierto.



Y a Buenos Aires volaron,

y el himno audaz repitieron,

cuando a Belgrano siguieron,

cuando con Güemes lucharon,

cuando por fin se lanzaron

tras el Andes colosal,

hasta aquel día inmortal

en que un grande americano

batió al sol ecuatoriano

nuestra enseña nacional.



La Muerte del Payador

Bajo el ombú corpulento,

de las tórtolas amado,

porque su nido han labrado

allí al amparo del viento;

en el amplísimo asiento

que la raíz desparrama,

donde en las siestas la llama

de nuestro sol no se allega,

dormido está Santos Vega,

aquel de la larga fama .



En los ramajes vecinos

ha colgado, silenciosa,

la guitarra melodiosa

de los cantos argentinos.

Al pasar, los campesinos

ante Vega se detienen;

en silencio se convienen

a guardarle allí dormido;

y hacen señas no hagan ruido

los que están a los que vienen.



El más viejo se adelanta

del grupo inmóvil, y llega

a palpar a Santos Vega,

moviendo apenas la planta.

Una morocha que encanta

por su aire suelto y travieso,

causa eléctrico embeleso

porque, gentil y bizarra,

se aproxima a la guitarra

y en las cuerdas pone un beso.



Turba entonces el sagrado

silencio que a Vega cerca,

un jinete que se acerca

a la carrera lanzado;

retumba el desierto hollado

por el casco volador;

y aunque el grupo, en su estupor,

contenerlo pretendía,

llega, salta, lo desvía,

y sacude al payador.



No bien el rostro sombrío

de aquel hombre mudos vieron,

horrorizados, sintieron

temblar las carnes de frío.

Miró en torno con bravío

y desenvuelto ademán,

y dijo: "Entre los que están

no tengo ningún amigo,

pero, al fin, para testigo

lo mismo es Pedro que Juan."



Alzó Vega la alta frente,

y le contempló un instante,

enseñando en el semblante

cierto hastío indiferente.

"-Por fin, dijo fríamente

el recién llegado, estamos

juntos los dos, y encontramos

la ocasión, que éstos provocan,

de saber cómo se chocan

las canciones que cantamos".



Así diciendo, enseñó

una guitarra en sus manos,

y en los raigones cercanos

preludiando se sentó.

Vega entonces sonrió,

y al volverse al instrumento,

la morocha hasta su asiento

ya su guitarra traía,

con un gesto que decía:

"La he besado hace un momento".



Juan Sin Ropa (se llamaba

Juan Sin Ropa el forastero)

comenzó por un ligero

dulce acorde que encantaba.

Y con voz que modulaba

blandamente los sonidos,

cantó tristes nunca oídos,

cantó cielos no escuchados,

que llevaban, derramados,

la embriaguez a los sentidos.



Santos Vega oyó suspenso

al cantor; y toda inquieta,

sintió su alma de poeta

como un aleteo inmenso.

Luego, en un preludio intenso,

hirió las cuerdas sonoras,

y cantó de las auroras

y las tardes pampeanas,

endechas americanas

más dulces que aquellas horas.



Al dar Vega fin al canto,

ya una triste noche oscura

desplegaba en la llanura,

las tinieblas de su manto.

Juan Sin Ropa se alzó en tanto,

bajo el árbol se empinó,

un verde gajo tocó,

y tembló la muchedumbre,

porque, echando roja lumbre,

aquel gajo se inflamó.



Chispearon sus miradas,

y torciendo el talle esbelto,

fue a sentarse, medio envuelto

por las rojas llamaradas.

¡Oh, qué voces levantadas

las que entonces se escucharon!

¡Cuántos ecos despertaron

en la Pampa misteriosa,

a esa música grandiosa

que los vientos se llevaron!



Era aquélla esa canción

que en el alma sólo vibra,

modulada en cada fibra

secreta del corazón;

el orgullo, la ambición,

los más íntimos anhelos,

los desmayos y los vuelos

del espíritu genial,

que va, en pos del ideal,

como el cóndor a los cielos.



Era el grito poderoso

del progreso, dado al viento;

el solemne llamamiento

al combate más glorioso.

Era, en medio del reposo

de la Pampa ayer dormida,

la visión ennoblecida

del trabajo, antes no honrado;

la promesa del arado

que abre cauces a la vida.



Como en mágico espejismo,

al compás de ese concierto,

mil ciudades el desierto

levantaba de sí mismo.

Y a la par que en el abismo

una edad se desmorona,

al conjuro, en la ancha zona

derramábase la Europa,

que sin duda Juan Sin Ropa

era la ciencia en persona.



Oyó Vega embebecido

aquel himno prodigioso,

e, inclinando el rostro hermoso,

dijo: "-Sé que me has vencido".

El semblante humedecido

por nobles gotas de llanto,

volvió a la joven, su encanto,

y en los ojos de su amada

clavó una larga mirada,

y entonó su postrer canto:



"-Adiós, luz del alma mía,

adiós, flor de mis llanuras,

manantial de las dulzuras

que mi espíritu bebía;

adiós, mi única alegría,

dulce afán de mi existir;

Santos Vega se va a hundir

en lo inmenso de esos llanos...

¡Lo han vencido! ¡Llegó, hermanos,

el momento de morir!"



Aún sus lágrimas cayeron

en la guitarra, copiosas,

y las cuerdas temblorosas

a cada gota gimieron;

pero súbito cundieron

del gajo ardiente las llamas,

y trocado entre las ramas

en serpiente, Juan Sin Ropa,

arrojó de la alta copa

brillante lluvia de escamas.



Ni aun cenizas en el suelo

de Santos Vega quedaron,

y los años dispersaron

los testigos de aquel duelo;

pero un viejo y noble abuelo,

así el cuento terminó:

"-Y si cantando murió

aquél que vivió cantando,

fue, decía suspirando,

porque el diablo lo venció".

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